Estos días he estado pensando por qué para mí decir “soy maratonista” y seguir siéndolo, es algo tan importante como decir mi nombre, mi cédula y reconocer que me llamo así. Que esa soy yo. Que también soy la que corre.
Nadie tiene entrenamientos fáciles. Creo que cada quien con sus horarios, sus obligaciones, sus quehaceres, sabe que hay días que lo más fácil sería apagar el despertador y “hacerse el tonto”.
Pero la verdad yo siento que le debo algo a la Maratón. Siento que me llama, para enseñarme algo más. Esta ha sido mi Universidad. Yo no tenía la determinación de hoy hasta que me desafié a mí misma para ver si lograba correr 42 km.
La maratón, tan parecida a la vida, ha sido la prueba maestra que me recuerda que sí puedo ser fuerte, aunque sea menudita y nada atlética. Sí, también puedo tener paciencia. Aprendí que puedo dominar mi carácter, que no puedo desesperarme por cualquier cosa, o me estrellaría violentamente contra un muro y ahí caería derrotada.
Las lecciones aprendidas en una maratón se quedan con uno para siempre y salen a flote cuando más se necesitan: cuando uno tiene ganas de tirar la toalla, cerrar los ojos, cerrar la puerta o ponerse llorón y pensar “me gustaría que alguien me ayude”. Pero en esos momentos de debilidad, recuerdo que he llegado a esas 5 metas, a veces con dolor, siempre sola, nadie me ha empujado, con unas ganas que me quemaban el pecho y diciéndome a mí misma que cada paso hacia delante era uno más lejos de la salida, y otro más cerca de terminar.
Si quien me lee es maratonista, sépalo: usted no es normal.
A usted es difícil intimidarlo o asustarlo con “algo que es muy agotador”. Ya usted lo ha vivido. Y lo superó.
Tampoco lo deslumbran los logros instantáneos: ya usted ha sido probado en el fuego de los fondos sabatinos, usted sabe que hay un proceso para completar la distancia y domar columpios.
Un maratonista no come cuento con eso de que “no se puede todo en la vida”: porque ya una vez lo comprobó, y lo logró. Combinó trabajar, entrenar, ser mamá o ser papá, cumplir con sus deberes, y robarle tiempo a las madrugadas, ir a la feria, dejar la casa limpia.
¿Romperle el corazón a un maratonista? Tampoco. Una mentira o una cobardía, más bien nos provocan ganas de salir corriendo, literalmente. Y como la distancia es buena consejera, créame que podemos dar media vuelta y alejarnos por más de 42 km. Sin titubear.
Los maratonistas somos más agradecidos con pequeñas cosas: un vaso de agua, un abrazo. Cinco minutos más de sueño. Comida caliente. Un saludo de apoyo de un desconocido.
Podemos rezar y meditar en largos tramos de carrera, respiramos hondo el aire de la madrugada mientras se va asomando tímido el sol.
Por eso para mí, mi título de maratonista, es tan importante como el de periodista. La diferencia es que, ser periodista me salió natural, lo pulí en el ejercicio de la profesión. En cambio lo de maratonista, a veces no me lo creo. Porque no tengo ese talento, de verdad que no.
Solo sé que lo soy.
Y somos tan maratonista tanto usted como yo, como el que corre la distancia en 2, 5 ó 6 horas. Tanto vale su maratón como la de Paula Radcliffe. Y tanto vale el esfuerzo del que hace maratón en San José, como el de quien la hace en Tokio, Buenos Aires o Viena.
Tan maratonista es ese flaco de músculos secos que parece que se desliza por las calles, lo mismo que aquel de paso lento, más gordito, más grande… más bajito.
Y con cada maratón que uno corre, se renueva ese título, porque se vuelve a empezar de cero, en ese primer fondo, en esa primera salida a trotar.
Para mi, ser maratonista es más que decir “corrí 42 km y 195 metros”.
Cuando conozco un maratonista, automáticamente pienso:
“Esta persona agradece la salud que tiene.”
“Esta persona se pone objetivos y no los deja botados por cualquier excusa.”
“Esta persona tiene un mundo interno profundo y muy íntimo.”
“Vive el presente, pero sueña la meta. La ha imaginado.”
Un maratonista puede recordar los mínimos detalles de una carrera: tiene una mente cinematográfica. Y estoy segura de que cada medalla la acariciamos un ratito, recordando la ruta y cada palmo de ella.
Sean dos o veinte las que uno haya completado, cada maratón lo cambia a uno.
Ya hice 5. Y eso me enorgullece. Pero sé que eso no me hace ni más ni menos que todos los que están entrenando para hacer la primera, o la veinteava. Solo somos distintos, diferentes historias.
Estoy a menos de cien días de volver a hacer la primera. La más difícil de todas. La que no estaba “presupuestada”. A mí me prestaron latidos nuevos para lograrlo. Me la quiero merecer.
Gracias a mi amiga Connie, porque al enviarme esta frase en un mal día, me recordó que no puedo tirar la toalla, cuando en otras 5 ocasiones, tampoco lo hice.
Y usted que me leyó, mucho menos la va a tirar: sea su décima o su primera maratón. Tome aire conmigo, como cuando faltan solo 100 metros para cerrar ese condenado entrenamiento.
No se desanime por problemas o situaciones que parecen cuestas de 100 metros. Ya ha sido probado en la larga distancia. No dude que esto también lo va a superar. Deberíamos estar más conscientes de cuán lejos podemos llegar, cuando nos lo proponemos, como lo hicimos antes y como lo haremos otra vez. Mientras haya salud.
Volver a correr no ha sido fácil.
Pero probablemente después de todo lo que pasó, ahora tenga más sentido para mí.
Esto se aprende para la vida. Siempre hay una distancia entre uno y lo que sueña, lo que ama. Lo que busca o lo esté esperando.